La invención técnica y las armas siempre fueron referentes en el destino de naciones. Gestaron estadios en el desarrollo humano, reorganizaron pueblos, pensamientos y multitudes.
El Fondo ha modernizado sus funciones.
Los atentados de terror en Nueva York aceleraron la militarización de la globalización comandada por la OTAN y el G-8 bajo la brújula de Estados Unidos. La hipotética aproximación entre Estados desarrollados y subdesarrollados se evidenció como un mito.
Pueblos vencidos, como criminales, suelen ser abatidos sin resquemores humanistas.
Una cínica enseñanza se plasmó en la psiquis humana, la fuerza que se impone no necesita justificación, se supone potencialmente superior y no requiere argumentos. Esa dimensión, igual que un agujero negro, absorbe y disuelve todo lo próximo.
La transición económica que organiza la Unión Europea carece de representación política propia. A partir de 1991, ese espacio ha sido ocupado por la irrupción de la unipolaridad militar.
La desnudez de dos decadencias está en la pasarela bélica. La avanzada del mundo desarrollado, Estados Unidos e Inglaterra, y la periferia del subdesarrollo, Afganistán.
El historiador Paul Kennedy en su libro Auge y caída de las grandes potencias descubre en el sacrificio de recursos económicos por la supremacía militar una de las causas de decadencia de las grandes potencias. Su obra es advertencia premonitoria ante el costo que la administración norteamericana prevé para su propia “seguridad”.
La primera víctima de una guerra es la verdad, por pérdida de entendimiento de sus determinaciones, terror a fantasmas de coyuntura, pánico fabricado, fobias a lo desconocido, introversión en la identidad propia, repudio a otras identidades, refugio en dioses propios y satanización de los ajenos.
La adaptación bélica de organismos vivos para guerras previsibles creó y desarrolló armas biológicas, formas de bio-destrucción. Hito en la historia de la guerra que redescubre, independientemente de escudos y tecnologías, la vulnerabilidad humana.