El levantamiento de indios Tzeltales, Tzotziles, Tojolabales y de mestizos socialmente ligados a deprimidos sectores medios en el Estado de Chiapas no se explica por las caducas descripciones de la disputa entre la democracia de Occidente y el comunismo de Oriente.
¿Qué indios se levantaron esta vez? Los que tienen vínculos muy antiguos con la desesperanza. Esta sublevación indígena es el síntoma del propio fin, no de la organización política vetusta ni de la injusta distribución de potencialidades y recursos económicos que la produjeron.
La insurrección de indios en México es uno de los caminos de los que se van. Hay agotamiento de la subcultura política que corona el PRI, del unipartidismo real en su sistema político. Además, y sobre todo, la economía mundial se hace presente y reclama la liquidación de la obsolescencia del sector humano que el sistema postergó, realizó (en su desconocimiento) el humanismo de una economía que muere, pero que no gesta aún el humanismo de la economía naciente. La resultante es la destrucción total de unos pocos, según el decir de los que la aprueban.
Las guerras acuñaron como un tesoro la noción bendecida por la pereza mental, que hace de la forma concreta del adversario la concreción de mal, el enemigo. Fue siempre un factor de cohesión de los ejércitos y, a veces, de las naciones. La magia (descubridora de ellos) unificó y contiene la cultura de una dilatada etapa humana en la lucha contra lo opuesto. La religión perfeccionó la noción del enemigo diabólico. Y las doctrinas políticas y militares, desarrolladas con un cierto espíritu religioso en el descubrimiento y combate al enemigo, hicieron siempre de la naturaleza propia el bien agredido por el mal. En semejantes escenarios mentales, liquidar a los antagonistas fue y es lícito.
Las inculpaciones restringen la comprensión de los procesos sociales. Si estos pudiesen ser mirados como naturales sería posible que el hombre alcanzara mayor comprensión de la experiencia y eficacia en el anhelo de administrar y dirigir objetivamente su propia existencia y la de los demás. Pero siempre descubrió y descubre un enemigo, un espíritu del mal, un enigma culpable que se detiene entre sus ojos y la realidad.
El hombre cuanto mas explica sus victorias, mas cree comprender y se entiende menos a sí mismo. Lo demostraron las interpretaciones que de sí tuvieron todas las revoluciones triunfantes, los ejércitos victoriosos y las guerras. Mas, aunque no se trate de que la comprensión de los derrotados sea la justa, la comprensión de los ganadores de hoy bordea la ineficacia de la ridiculez.
En cuanto a la insurrección indígena de Chiapas solo se explica como la práctica de la desesperanza, porque para estos indios no existe solución militar. Serán aplastados como lo han sido hasta este instante. Optaron por la muerte, la asumen, no la desean como condena, sino como meta y salida de estos 500 años. No son comunistas ni narco-guerrilleros ni demócratas, sino indios. Indios, simplemente. Son una apasionada defensa del derecho a la muerte contra la resignación a una vida inhumana. Son reclamados para un sepulcro de inútiles, ajenos al mercado, porque no compiten. Fuera de la competitividad de hoy, no les queda mas que iniciar un combate sin esperanzas, sin otro destino que la agraviante tragedia.
Las víctimas de estas guerras no se sacrifican para satisfacer la sed de ningún dios antiguo. Es el culto a la vida que se realiza en la muerte de los débiles. Es la forma moderna del sacrificio, quizás el nacimiento de la modernidad, en el tercer mundo que fenece.
Las razones están distribuidas, agotadas y son suficientes. Están cargadas de enemigos. Podríamos repetir esa terrible reflexión de Max Planck (recogida en Economía de Samuelson): (…) una nueva verdad científica no triunfa porque se convenza a sus oponentes y se les haga ver la luz, sino porque estos acaban muriendo y nace una nueva generación que está familiarizada con ella.