Enajenación de las marchas

La voracidad tumultuosa de pocos y los anhelos de muchos en marchas y contramarchas se arrogan la representación de la nación.

Las hubo en pos de contratos, rectificaciones polivalentes, peticiones máximas o mínimas. Banderas izadas y a veces simplemente usadas. Todo sin percepción del límite histórico al que ha arribado el Estado ecuatoriano.

Ya no se trata de echar al gobierno ni de defenderlo, dicen. En marchas y contramarchas hay una atmósfera para el silencio sobre la política común que las auspicia.

No se revela la tragedia de un país que ha perdido ostensiblemente soberanía ni se reclama por la gansterización de la deuda que con cada refinanciamiento amplía el ámbito de exclusión y sumisión del Estado que ha preasignado casi el 50% del presupuesto al pago de esa infamia.

No se denuncia la nulidad de la política exterior ni se observa el vaticinio desastroso de la preparación bélica para una guerra que no nos corresponde.

Tampoco se vincula con el poder la descomposición social, la crónica insalubridad marginal, la regresión educativa, el desmoronamiento cultural y el éxodo de la población.

No se reconoce la degradación ideológica en Ecuador, donde encumbrados políticos no piensan mas allá de unos cuantos artículos de la legislación penal, programa de todos y hoja de parra de cada uno.

No se puede mirar ni opinar sobre lo que sucede a nivel mundial. Se carece de atribuciones, voz e interés ante ese destino.

No se escuchan los latidos de lo mas próximo, Latinoamérica.

Se actúa como parásitos de una fuerza superior incontrarrestable, inabordable, ininteligible.

La colectividad ha sido reducida a la impotencia extrema. En su nombre, son suficientes grandes medios de comunicación, unas cuantas ONGs y un círculo de jefes y jefecillos.

A pesar de tanto bullicio, ni una sola palabra sobre el sistema político que ha muerto y que alimenta el vuelo de la elite.

La convocatoria a la democracia, sin otro contenido que impugnar la nueva Corte y tardíamente reconocer la ilegitimidad de la anterior, acrecienta la vacuidad en marcha.

Es el círculo vicioso del statu quo alborotado.

Peor aún si el retorno al Estado de gracia depende de un “consenso” en lugar de formular a la ciudadanía la interrogante sobre el Estado y el sistema político que se requiere.

El derecho es forma subordinada a la Historia, en sí no es virtud, también ha sido expresión de lo decadente y lo monstruoso. Ha revestido la voluntad de siniestros poderes, crímenes, concesiones y culpas imputables al vencido.

Los propósitos de las marchas se resumen en la ficción. Lo episódico impregna y termina sustituyendo la realidad. Su imaginaria victoria articula la impotencia colectiva inmersa en triunfos del poder.

El combate entre estos enemigos devora la fuerza social y exige marchas sin política o políticas sin intereses. En ambos casos, el éxtasis del esfuerzo termina reproduciendo el control social.

Un abarrotado espacio de “gladiadores” no permite ver ni la mano ni el pulgar de quien porta esta trampa histórica.