El arte aporta sus propias soluciones a conflictos que la política no puede resolver. Pudoroso, excelso y de extraordinaria potencialidad espiritual hizo y hace estallar las últimas resistencias al movimiento.
En este andar, la evolución de producciones dramáticas coronó artes distintas. La ventriloquia alcanzó sitial elevado. Creó una intuitiva audición y llevó la mirada a atisbar lo que está mas allá.
Ya no se reduce a teatros de pequeños aforos. Va a espacios mayores sin perder la eficacia de antaño. La ventriloquia ha pasado de diminutos escenarios a países-teatros, con éxitos merecidos y a veces decretados.
En Ecuador, alrededor de los años cincuenta, apareció un continuador de esa habilidad teatral, Paco Miller (1909 ? -1997). Hombre de muchos huesos, cabellera abundante, rostro desbarbado, manos versátiles, piernas, tronco y cuello elásticos. Su voz era el encanto. Siendo solo suya era plural. Imitaba todos los ruidos y prestaba esa múltiple sonoridad a las cosas.
Paco Miller reunía muchedumbres con don Roque. Muñeco de trapo, cabeza redonda, cara de abundantes y pronunciadas cejas, ojos expresivos y salientes, mandíbulas mecánicas que ocupaba su hombro, la rodilla o una silla adjunta, siempre al alcance de su mano.
Miller se mostraba usualmente indulgente con don Roque. Este era irascible e interrumpía cualquier decir de Miller, quien optaba por la discreción. Sus labios sonrientes se mantenían inmóviles, estáticos, respetando las impredecibles reacciones verbales de don Roque, que contaban con favorable acústica en el auditorio.
Miller tenía expresiones generosas y comprensivas, seguía los caprichos de don Roque, apoyaba indulgentemente sus irreflexivas rabietas, aunque jamás hubiese dicho ni hecho aquello de lo que don Roque presumía.
Hacían un dúo acoplado. Alguna vez, don Roque se llenó de gratitud y le confesó al oído que sin él su vida sería triste, igual que un vestido sin cuerpo: «hablar como piensas tú es el secreto de mi vida».
Don Roque reía, se enojaba, criticaba lo terrenal y lo divino. Contaba con la atención impertérrita de Paco Miller, cuyo rostro permanecía inmutable ante las motivaciones que producía el encantamiento del público.
En una ocasión, don Roque, vestido de general, ordenó lo que a bien tuvo al soldado Miller, quien acataba los mandos sin discusión. En otra, ambos vestidos de frac, hacían de elegantes y tramposos financistas o magistrados. Don Roque aleccionaba a Paco Miller con saberes del bajo y alto mundo, con enseñanzas que recoge el vagabundo. Le daba lecciones, expresaba desacuerdos, le reprochaba hasta la vida misma.
Un día amenazó con retirarse de la escena para no volver. ¿Qué haría Miller sin su muñeco?, se preguntaron los asistentes que intercedían por don Roque, coreando su nombre y pidiéndole que no se vaya. En todo caso, que lo hiciera Miller.
La participación del público llegó a la ira. Invadieron la escena y, con su violencia, se convirtieron en actores del drama.
Las inculpaciones mutuas les dividían. Pugnas hondas y sentimientos morales eran pedazos de conciencia, de la escenografía.
La participación de los espectadores osciló entre la risa y el llanto. El silencio de Miller se prestó para un prolongado y vital discurso de don Roque que concluyó retirando su amenaza y asegurando que si él se fuera, partirían juntos.
Los años modificaron las voces de Miller. La de su vientre parecía venir cada vez de más lejos y más cerca.
La memoria y el tiempo escinden y multiplican esa voz para que renazca la infinidad de don Roque que no rompe el encantamiento de la controversia.
El sueño pasa y transparenta el soliloquio, devuelve el contenido del diálogo Paco Miller – don Roque. Incluso estos nombres se olvidan o extinguen en la superación del conflicto que sin los dos el arte no haría posible.
Hoy, el mundo entero es escenario de esta desbordada creatividad, cuyas ideales acciones desatan relajamientos, explosivas carcajadas, pasiones que entretienen o suplantan la imaginaria realidad de las confrontaciones.