Venta regionaliza la guerra

La guerra civil de Colombia —en esta fase inicial de regionalización— exhibe cierta mutación. Estados Unidos adquirió y dirige ideológica, política y financieramente un aspecto del conflicto ante la debilidad militar, social y administrativa del Estado colombiano.

La guerra deja de ser solo civil, abre cauces de expansión y tiempos indescifrables, aunque refleje intermitentemente intereses internos.

El Estado colombiano y el factor de apoyo que posee desde la Casa Blanca perciben que la disputa es por el poder. De igual manera, FARC y ELN vislumbran que ese Estado solo ya no podría vencerlos y que esta vez enfrentan también el interés del gobierno norteamericano.

En Colombia, el problema es esencialmente político, decorado con la droga. Uribe habría dicho que al debilitarse la guerrilla se crearían condiciones de negociación. No obstante, para la publicidad es a la inversa, lo principal es el narcoterrorismo, y el decorado, la democracia. Técnica de la ideología global.

Los participantes en guerras ajenas suelen involucrarse con premeditadas aprensiones de rutina. Esto le sucede al gobierno ecuatoriano. La neutralidad que en este lapso el Plan Colombia le asigna es fácil: simular el yunque para alistar a las Fuerzas Armadas en posiciones de combate, desatar pesadillas antiguerrilla (desde el momento mas oscuro de la Seguridad Nacional), presumir de acciones armadas contra la droga y multiplicar temores antiterroristas.

En Ecuador, la ingenuidad, sordera y silencio ocultan la obediencia al mandato de la guerra. La visión exclusivamente militar y no de paz ante el conflicto escolta a la filantropía de la comunidad financiera internacional, dispuesta a limosnas sociales para proteger el mando nacional con el cual se entretiene y somete al país.

La paz supone una política. Cuando menos, garantizar en territorio ecuatoriano la vida y el asilo de cualquiera de los contendientes. Mantener el reconocimiento al Estado colombiano mientras la institucionalidad internacional y las partes de esa guerra así lo presupongan.

Una disposición de paz debería gestar la continuidad y creatividad del propósito. Plantear a las partes de la guerra, a los Estados vecinos, a la OEA —a pesar de su estrechez— y a las Naciones Unidas una propuesta de solución que debe y puede ser la organización de un Estado-nuevo-resultante de los intereses en conflicto.

Esta sería la principal solución no-militar de la contienda armada.

En cambio, la solución militar que se trama no asume otra misión que la ampliación de la conflagración. Hecho que no se percibe porque la comprensión de esa guerra civil se reduce a una riña de narcotraficantes frente a un Estado democrático, protegido por una superpotencia (víctima del consumo) que declara requerir de esa victoria para suprimir la producción colombiana de droga.

La droga en Estados Unidos no es únicamente cuestión de consumo. También es prótesis de una democracia que declina.

Un efecto demostrativo se afirma en Afganistán. Luego de la invasión que sembró la «Libertad duradera», la producción de heroína se incrementó y desaparecieron los discursos en su contra.

En Colombia la guerra civil imbricó e implicó la droga. El gobierno lo destaca, con lo cual no oculta su propia vetustez. Simplemente requiere muletas de la unipolaridad. La regionalización del conflicto es confesión de degradación e impotencia de ese Estado que en el creciente mercado de hostilidades bélicas vendió su parte y enajenó la guerra.

Esto cuestiona moral e históricamente el involucramiento militar de cualquier país. Si la elite dirigente de Ecuador, por ejemplo, desearía «participar» en esa guerra, el gobierno deberá consultar al pueblo.

Si esto no sucediera, el Plan habrá prendido otra mecha en la región.