Pueblos vencidos, como criminales, suelen ser abatidos sin resquemores humanistas.
Comunidades arrasadas por brechas históricas solo dejan el argumento de los triunfadores; la nada es el destino de los que quedan atrás. Este quedar atrás es la vivencia de todos los tiempos.
Leyendas de guerra han descrito la derrota con la certeza imaginaria de que ahí empezaba la sabiduría.
El valor de vencidos y vencedores se condensa en individuos. Los vencidos dispuestos a huir de sí mismos, de su propia bondad o maldad, de las huellas de amos presuntos insinuaban con la nada el sin sentido de la Historia. Los derrotados guerreaban hasta pulverizar la derrota.
Lo mas subversivo fue siempre la autodestrucción que divinizó o endemonió suicidios y sacrificios. Nunca hubo mayor hazaña que escapar de la existencia propia.
Colectividades de montaña dejaron leyendas semejantes sobre derrotas interminables en los Andes, Urales, Pirineos, Himalayas. La cima mas alta está en los Himalayas, pero fue en su bajo relieve donde tribus inmemoriales jugaron a la vida y la muerte hasta desaparecer.
Persecuciones por las cuatro estaciones, enfermedades y causas de intrusos armados que interrumpían el mañana, juntaron el quehacer de los volcanes con el hielo. La moraleja de esa cercanía cuenta la metamorfosis de millones de seres como si fuese la de un solo hombre.
La versión de una inveterada derrota que se expande, ahora circula con la fidelidad de la tradición oral del mundo asiático.
Un hombre hecho de arena, barba cenicienta y colores apagados ascendía. Sus rasgos afilados como un acantilado caían de su cabeza terrosa a los pies. Tenía el legado de esa naturaleza. Buscaba un rincón para vencer. Cargaba consigo todas sus derrotas, imitaba al agua cuando se evapora, que en lugar de caer, asciende. El ascendía buscando una cueva infinita en el cosmos. Desde donde se desprendería su carga igual que la experiencia.
Erupciones pasadas fundieron el rostro del declive, el camino ascendente en la montaña.
Quedaban sombras de colores incandescentes en el paisaje. El tiempo había mutado en colores, rosado pálido igual que la arena cuando el sol se hunde, semejante al magma que repta y abraza del cráter hasta el valle.
Los ojos que lo persiguen presumen que va a esconderse. No saben que a quien así se busca está expuesto en todas partes, que asirlo ya no es posible con las armas sino con el entendimiento.
Llegó a un orificio de la tierra, se arrastró imitando al animal del paraíso, se deslizó hasta el fondo y luego a otros tantos.
Un día cayó un pedazo de cielo en la abertura de granito, derrumbó la grieta y el recién llegado quedó adentro, enterrado vivo, dijeron.
Estiró sus extremidades en las acogedoras tinieblas, presintió que comenzaba su eternidad. Sentado al margen de la luz, experimentó el infinito. Tenía en sus manos un objeto eterno, acariciaba la lámpara que antaño -él sabía- perteneció a la tempestad y la tormenta. Ahora la palpaba rozándola, tentándola hasta convertirla en residencia.
Había perdido los deseos transitorios.
Solo y único, se deslizó al interior de la lámpara.
Y volvió al universo.