Sobre el destino de las Fuerzas Armadas

La historia universal dejó una certeza, los ejércitos cuyas armas las producen otros dependen (en algún grado) de esos otros, aunque siempre tienen presencia en relación con los intereses del poder inmediato.

Conservan (en los discursos) momentos heroicos que les dieron origen, tiempos que van quedando en los archivos del viejo edificio del alma.

En Ecuador, después de las guerras de Independencia y en años de lucidez histórica como la Revolución Liberal y en muchos sentidos la transformación Juliana, las Fuerzas Armadas han ido alejándose de la memoria de los próceres, de sus enseñanzas y motivos. Más aún hoy, cuando la economía nacional -sin haber llegado a ser- paulatinamente se vuelve pretérita y junto con ella también su Estado.

La larga contienda territorial con Perú marcó la evolución del ejército ecuatoriano, razón de cohesión interna y una frontera para su desarrollo. Esa determinación territorial ya no guía a las Fuerzas Armadas. La derrota de 1941, el fracaso diplomático de 1998 y los «garantes» impusieron la demarcación final.

Se amontonan procesos nuevos, respecto de los cuales el poder jamás tuvo palabra. No consideró las actuales circunstancias nacionales e internacionales que las estremecen. El poder político en Ecuador ha dejado esa tarea a la ‘unipolaridad militar del mundo’. Los «estrategas» criollos no necesitan pensar. Para ellos, nuestra «soberanía» suena a «prejuicio tercermundista».

Esta irresponsabilidad «soberana» ha convertido a las Fuerzas Armadas ecuatorianas en un soldado debilitado con el que el poder juega «inocentemente». Le asignan todos los papeles. El soldado es actor policial, moralizante, agresor o defensor, protector de transitorios caprichos. Las armas sirven para obedecer la política que se elabora allá y se acata acá, para conservar las peores (no hubo mejores) horas de la guerra fría. Y todo esto de espaldas a la globalización de la cual los gobernantes solo conocen su caricatura: la destrucción (ya lograda) del sucre, la ruina y privatización de los bienes del Estado, la lenta conversión del territorio en objetivo militar, la sumisión ante prejuicios consolidados internacionalmente.

En los últimos años, el poder económico sufrió una fisura profunda entre el sector productivo y el aparato especulativo de la economía. En este escenario, se montaron dos golpes de Estado. En ambos casos, el poder especulativo que controla la mayoritaria representación política fue el beneficiario. Por esto, parte de los actores victoriosos son los mismos. El poder político necesitó revestir de constitucionalista el golpe de febrero del 97. Este mismo poder necesita desnudar como golpe la rebelión del 21 de enero de 2000 para ofrecer constitucionalidad a la sucesión lograda en la madrugada del 22, y deslindar responsabilidades con los intereses populares que se mezclaron en la noche del 21.

Entonces y hoy la constitucionalidad es solo una otoñal hoja de parra. Se destrozó como un jarrón de cerámica el 6 de febrero del 97 y recogieron sus pedazos para armar su «consulta popular» y la llamada Asamblea Constituyente. Pegaron sus trozos -no todos, puesto que muchos se perdieron- volvieron a elegir un presidente de sospechosa mayoría electoral el 98. Presidente que violó la Constitución y derechos fundamentales.

La rebelión del 21 de enero no era constitucional. La Constitución vigente era solo una coartada. Ahora, a los coroneles y soldados se les atribuye la culpa de una ruptura constitucional que cometió el poder económico y político que actúa arbitrariamente y de espaldas a la nación y al pueblo y, también, a las Fuerzas Armadas, de cuya cúpula, algunos han sido y son utilizados en beneficio de ese aparato especulativo que ha conducido a Ecuador a su peor tragedia en la historia republicana.

El enjuiciamiento a la rebelión del 21 de enero es pretexto para crear una política encaminada a aislar las armas de toda contaminación popular. Las Fuerzas Armadas serán distanciadas del proceso de desarrollo en nombre de la especialidad represiva, única actividad que este poder les reconoce y asigna. Pero no pueden ser elitizadas para liberarlas de la sangre indígena ni desnacionalizadas para incorporarlas a su paupérrimo entendimiento de la globalización. El poder político no entiende que los insurrectos no podrán ser enterrados en el perdón.

El poder en Ecuador no tiene política para las Fuerzas Armadas. No obstante, el instinto de conservación de las masas las penetra en sus bases. Esto aterroriza a las élites.

El poder pretende hacer impenetrables a las Fuerzas Armadas ante las demandas populares. Tienen que ser como fueron en el Cono Sur, deberán reprimir para conservar este anquilosado apetito «constitucional».

Aquí no hemos cambiado de siglo ni de época y el destino de las Fuerzas Armadas lo resuelven, como siempre, los que producen las armas. Y la más mortífera de ellas, una ideología sin vigencia. Todo esto en nombre de una Constitución rota en el papel y sin existencia en las relaciones sociales, único contenido de la democracia ecuatoriana.