Hace ya 2000 años Europa viene abriendo caminos. Desde la esclavitud hasta este momento inicial de la globalización, sus pautas son paso obligado. De cada Era quedan huellas indelebles, como si todo se condensara en las herramientas, productos, ánimo y pisquis de la humanidad presente. Las cosas cambian de nombre y (se diría, o) dejan de ser las mismas.
Dios y el diablo circulan en singular y plural. Sus nombres son tantos como sus cunas y tumbas. Práctica principal de deidades y demonios ha sido «la limpieza étnica». En este continente tuvo «éxito» insuperable en el Norte: de los pueblos indios no quedan sino reservaciones para recuerdos turísticos. En América Latina -región educada en el permiso para ver, sentir, oír y hablar-, las eliminaciones dejaron pueblos mutilados, sin historia. Un «pretexto» más (dicen) para los derechos humanos.
Las conflagraciones enseñan que el tiempo descifra e ilumina esa penumbra hecha de armas, depositarias hoy de lo certero del arco y la flecha y la manipulación de convicciones.
De manera intermitente, en la historia de Europa las guerras han estado ligadas al horror y al progreso, y la paz, a su desarrollo. Pero, en esta matanza, en Yugoslavia -frontera antigua entre el socialismo y el capitalismo y religiones, etnias y culturas- se anulan esas consecuencias. Yugoslavia abandonó el mundo de ayer, destruyéndose a sí misma y ahora revitaliza las cenizas del nacionalismo, que van apagándose en el mundo, aunque se apague con fuego en la periferia de la misma Europa, desde territorios engreídos de ese continente.
Europa puso al frente las relaciones de producción mas trascendentes en los dos últimos milenios y, de pronto, enfrenta la destrucción y substitución de sus criaturas, las economías nacionales, en una Unión Europea de difícil resolución.
Las divisiones del siglo XX conforman la certeza de que las nuevas competencias serán no solo nacionales sino de regiones integradas, de continentes.
Un resquebrajamiento de la Unión Europea (del euro) podría estar en juego, porque una desviada e invisible bomba se le vino encima, o que tardíamente sienta que se bombardeó a sí misma o tal vez advirtió que este «humanismo» (inexistente frente a otros «exterminios») venido tan de repente, para proteger a los kosovares, podría dar inicio al establecimiento de nuevos factores y proporciones en la rivalidad mundial.
La OTAN no es Europa, y si acaso lo es, entonces el pensamiento europeo advierte el fracaso moral de su cultura, que no ha dejado de devorarse a sí misma hasta caer en esta estéril democratización, abyección farisea de impredecibles consecuencias en la competencia transcontinental.
Los viejos europeos recuerdan que fue Churchil quien dijo que los países balcánicos producían más historia de la que podían consumir. Parecería que Europa tiene el estómago delicado y no es capaz de absorber el excedente.
No se quiere ver que la Santa Bárbara de Europa se encuentra en Rusia y que el fuego no anda lejos. Cada bomba que se vomita sobre Yugoslavia estremece porque su onda expansiva es capaz de encender ese fuego. La Rusia de ahora no puede ganar ninguna guerra, pero bastaría una decisión suicida para comprometer el Planeta.
La OTAN es un anacronismo que redujo la ONU a una coartada. Ahora, combate «otro anacronismo» con sus precisos bombardeos, que estallan en la comprensión de todos.
A pesar del nuevo orden militar mundial, es probable que los europeos desde el Atlántico hasta los Urales, en algún momento de cada día sientan que los yugoslavos también son Europa.
Frente al bombardeo a Yugoslavia no cabe preguntarse quién va a ganar sino ¿qué se está bombardeando? La interrogante desata otro sentimiento que invade al mundo, como lo han declarado Beijing, la intelectualidad en todos los continentes y millones de anónimos y estupefactos espectadores.