La violencia es arma económica.
Lo saben sus víctimas, el delincuente que despoja y la banda criminal que asalta. El riesgo en la comisión de esos hechos es elevado. A veces, los recursos que se obtienen rebasan en mucho a los que remuneran el trabajo.
Esa misma violencia -como arma económica y con mayor desafuero- la ejerce el Estado cuando devalúa la moneda, licencia altas tasas de interés por motivaciones especulativas e impone regímenes de tributación al margen del desarrollo productivo y reengendra algunas condiciones del subdesarrollo. El terrorismo económico es rentable en las cuentas estatales. Anula y obscurece los conflictos que el entendimiento no alcanza a resolver.
El desate de esa violencia arroja diariamente todas las formas de miseria.
El Estado ha sido y es instrumento de gran concentración de pasiones. Pero no le son suficientes las armas. Además, siempre le ha sido más ventajosa la distribución amplia y recurrente de prejuicios: volver inútiles las quejas y multiplicarlas, culpar del mal a motivaciones metafísicas o inmediatistas, nublar el techo ciudadano para que no se mire las alturas.
Pero se permite exhibir y contemplar «el gran combate al mal». Fotos y videos de soldados rompiendo puertas miserables, guaridas paupérrimas, arrastrando delincuentes de los bajos fondos. En fin, todos los males de los que éstos están hechos.
La lógica del proceder especulativo ha invadido el espectro social. La política misma está sumergida en lugares comunes donde resulta virtuoso el uso represivo de la fuerza. Así realiza el menor esfuerzo intelectivo y alcanza el máximo control del curso social que hegemoniza.
Desde que se impuso la lógica de la especulación se mezcló con la antigua sabiondez del revolver. Las ideas de esta alianza conforman su moralina electoral, «hacer que paguen los ricos» -dicen-, sin embargo, esto solo ha sido hasta ahora un manos arriba para los de abajo. Y así «todos» podrán ser despojados, por ejemplo, del 1% en la banca y en el sistema financiero. No importan las consecuencia de semejante fácil recaudación. Este sistema no tendrá mas vida que la necesaria para la promoción política y los apuros de las arcas fiscales. A esta misma laya pertenece la declaratoria de emergencia «por el auge de la delincuencia en la provincia del Guayas».
Todo cabe y se desprende del método que encuentra la solución en el revolver.
Ridiculez y tragedia de un par de años, para ese impuesto a la circulación de capitales, o de 60 días para contar delitos y víctimas represoras y reprimidas.
La práctica de las finanzas palaciegas agita armas de alta rentabilidad. En la cúpula política, el fuego de las palabras clama por los arrebatos de la fuerza. Se pronuncian con facilidad sentencias condenatorias, ejecuciones de penas, castigos magníficos, preparación de verdugos, esquemas de extracción de recursos, devaluaciones, retrocesos en la real capacidad adquisitiva de las remuneraciones fijas, degradación de la educación, cuyo uso político por parte del poder se beneficia de la protesta que provoca, siempre circunscrita y encarcelada, cargada de razones gremiales que impiden ver su esterilidad. La vehemencia estatal suprime hasta las quejas que en la esfera de la salud proyecta un alto porcentaje de población grave e históricamente enferma.
Ocupaciones de terapia colectiva y temas secundarios e intrascendentes sumergen la información y los diálogos cotidianos. La opinión y pronunciamiento de la voluntad ciudadana permanentemente se la conduce a la amnesia. Las funciones estatales ronronean entre sí y gruñen cuando ensayan el proceso electoral próximo. Por si algo inefable sale de control, la solución está en el revolver.
En Ecuador, esa convicción camina por todas las esferas, en la banca, los centros de educación, el comercio, el andar urbano, el deambular rural, los caminos, las transacciones, los diálogos y, naturalmente, en las fuerzas del orden. Cada día cae y abunda desde arriba esa contagiosa convicción.
El material mas explosivo de la tierra es el ser humano.