La violencia de la política económica y la vacuidad de las relaciones públicas constituidas en fundamento de promoción y protección del gobierno van preparando una explosiva caldera social y, a la par, su prefiguración presagia que será aplastada. El gobierno lo presiente y de manera indirecta prepara la «pacificación» interior.
Se diría que el tiempo se detiene y retrotrae a las Fuerzas Armadas a un momento latinoamericano que se suponía en superación definitiva.
Sucede en el momento en que los perfiles de las palabras nación, soberanía, territorio y Estado han variado. Con la modificación opera un estremecimiento en las instituciones estatales, particularmente en las Fuerzas Armadas, cuya cronología corresponde en muchos sentidos a la del país, a pesar de que no sean siempre historias imbricadas ni sus destinos, uno solo. La capacidad de mutación de un pueblo es inconmensurable, la de sus instituciones es cerrada, transitoria y perecedera.
Las circunstancias actuales han vuelto en extremo vulnerables la organización y misión de los ejércitos. Los países desarrollados tratan profusamente el tema. Les asignan (además) un lugar mas cercano al conocimiento en dirección a la defensa de lo que necesitan o creen que es suyo y son discretamente autocríticos con la educación que impartieron a fuerzas subordinadas.
Mientras tanto, la terrible caducidad del subdesarrollo se refugia en la inercia. Las fuerzas armadas de los países atrasados no dejan de ser hoy aparatos remotos, forjados en muchos casos en la maravillosa experiencia de las manifestaciones políticas, rebeliones sociales, luchas de barricadas, guerras de liberación, grandes causas insurreccionales que gestaron los Estados que de ellas nacieron, tal el caso de América. Mas tarde, se convertirían en anti-insurrecionales, entretenidas frecuentemente por el miedo a los fantasmas del siglo XX, ahora desaparecidos. Pero quedó en los políticos de palacio el temor embalsamado como doctrina conductora de la fuerza y de las armas.
Una tendencia mundial reordena tecnologías y potenciales bélicos; establece espacios económicos, ecológicos y los obviamente marciales. Evolucionan las condiciones planetarias y ninguna añoranza retrospectiva es suficiente para mantener las fuerzas armadas con idénticos procederes, estructura y dimensiones.
La humanidad modifica su relación con un nivel de la naturaleza indefensa y piensa que esa indefención requiere de un escudo, de la conciencia que junto a otros procesos subordine quehaceres nacionales, económicos, técnicos, militares.
Las correlaciones de los factores que hacen la vida social varían. Por eso, resulta peligrosa la inconciencia del poder frente a estas mutaciones. En lugar de dotar a las fuerza armadas de perspectivas y funciones superiores, las afectan con encomiendas que simulan la continuidad de su existencia y que en realidad las degradan.
La innovada influencia de la administración norteamericana y el Pentágono sobre las instituciones militares del continente y las relaciones pacíficas entre Estados latinoamericanos abren la posibilidad de concebir avanzadas misiones que el reordenamiento regional y mundial podría asignar a las fuerzas armadas, mas allá de los encargos en aduanas, tránsito, criminalística y demás sustitutos.
Superar las formas del devenir militar impone reconocer que en lo esencial, el nuevo orden económico gesta desde intereses globales el ordenamiento armado que les corresponde y que la unipolaridad bélica internacional es transitoria, poderoso residuo del mundo de ayer.
No basta, por lo tanto, ya ni la doctrina de Seguridad Nacional ni el mesianismo terrorista que cultivó tantos estériles e inhumanos quehaceres, especialmente en el Cono Sur, del cual el nombre Pinochet se lee en tribunales de justicia, e incluso en cúpulas militares de países y gobiernos desarrollados desde la evocación de los torturados, asesinados y desaparecidos.
Si un Estado representa intereses circunscritos a pequeños grupos, las fuerzas bajo su mando se reducen a brazo armado de ese interés y cumplen afanes, cuidados y operaciones circunstanciales; entonces también son buenas para reprimir, combatir el delito, cobrar aranceles, representar la «anticorrupción», guiar la circulación de vehículos o asumir cualquier diligencia inmediatista de la política dual del poder.
Pero cuando el interés que conduce al Estado corresponde a la nación y al progreso, las fuerzas armadas se aproximan al interés social y cumplen objetivos trascendentes, propios y de su pertinencia.
En los ejércitos de América Latina ha mermado el envejecido carácter de brazo armado de los gobiernos, incluso del mismo Estado, para acercarlos más a la nación. Esto ha mutado sus perspectivas. Sus funciones mas significativas se van ligando a la defensa de la naturaleza frágil y al conocimiento que pueda materializar. Se plantean modernizar su formación y el equipamiento tecnológico y alcanzar el desarme convencional, previéndolos trasferibles a la economía. Las fuerzas armadas son idóneas para cumplir funciones de capacitación, formación de fuerza de trabajo, defensa de la colectividad, disciplina, solidaridad. Así, el espacio militar imprime una memoria cultural, económica, geográfica, ecológica al espíritu de la sociedad.
Pero, en el país, la fiebre por convertir parcialmente las fuerzas armadas en policías impide entender que con eso se disminuye a la policía y al ejército. Porque ante el hecho delictivo y el control que demanda la protección de los derechos ciudadanos, la gran tarea es equipar, tecnificar y mejorar la policía -material y espiritualmente-, llevarla a la comprensión que debe actuar como exponente de los derechos humanos y su progreso, y descubrir que su esencia es parte del desarrollo. La policía ha de ser motivo de orgullo social, logro de la sociedad, brazo armado de la legitimidad política estatal.
No son tiempos policiales los de las fuerzas armadas ni son ayudas militares las que requiere la policía, sino diferenciar y especializar sus funciones, elevar la condición técnica, económica y cultural en cada caso.
Y ahora, buscar un «enemigo interno» y ubicarlo en la otra frontera, desde donde deberíamos estar opuestos a la vietnamización del conflicto, constituye un grave y peligroso error. Es más, si se trata de enfrentar el narcotráfico éste escapa a la agotada doctrina de la Seguridad Nacional, y si a la guerrilla, el Gobierno colombiano sabe que ni su ejército, sino su política debe encarar existosamente la crisis.
Una especie de ser superfluo ha creado el despiadado y cruel progreso del siglo XX, mujeres y hombres que están en todas partes de la escala social conforman masas miserables donde se pauperiza el pan y la palabra, se los desconoce en cenáculos de la vieja política, salen expulsados por «agravar» la decadencia de las instituciones que se van y son invisibles, existen como espectros que perseveran en plegarias inaudibles.
La alerta amarilla por la potencial erupción del Guagua Pichincha es solo una metáfora de la verdadera erupción con que amenaza el magma social que se desconoce desde la política actual del Estado.