La justicia es la aspiración suprema de toda actividad. Encuentra razón para existir desde la procreación del ser humano hasta el fin de su destino.
La justicia, sin embargo, es también uno de los atributos del poder. Esta es otra y se realiza a través de la política, que supone un régimen en el cual una de las funciones del Estado la administra. Estas relaciones se combinan y varían y al hacerlo definen su historia.
La «politización de la justicia» descubre que la intermediación entre el poder y el ejercicio jurisdiccional se ha descompuesto. Esta disociación pone en evidencia lo que el poder oculta, el espacio donde habita su inocencia, la justicia, que es factor de su inmunidad.
Las disputas entre iguales de un mismo poder en situaciones decadentes no se resuelven en la instancia de la justicia, sino en otros foros. Esto agrava el agotamiento y los modos en que se concreta esa misión del Estado.
En sociedades ascendentes, entre el poder y el oficio judicial se respeta la materia con la que se juzga, la mas elaborada de la política y la experiencia, el Derecho. Solo en la degeneración, el cometido judicial actúa desde el arbitrio directo del poder convertido en juez de jueces. Este es el caso del Ecuador.
Aquí se han roto los nexos, la equidistancia entre el poder y la aplicación de justicia, por lo que la función judicial rehace transparentemente la inocencia de los de arriba, la culpabilidad de los purgados y el servicio a las confrontaciones políticas. De los de abajo, se ocupa la fatalidad, la miseria y la agonía. Esta política judicializada lesiona profundamente al poder, lo desnuda a cada instante, estanca o retrocede a la generalidad.
Un poder progresista reestructura al Estado y libera jurídica y responsablemente la organización social a su imaginación y creatividad. El Derecho, la libertad, la igualdad y el trabajo están ligados a la necesidad y asimismo a la inventiva individual y colectiva.
En condiciones de declive, como el presente, el poder suplanta al Estado y hasta es capaz de simular una sociedad civil -categoría aceptada para oscurecer las reales diferencias de la población y sus demandas reivindicativas e históricas- con sus ex funcionarios y más invitados «para confirmar la democracia».
Al fin, y de esta manera, se ha logrado imprimir un prejuicio: «la politización de la justicia es de solución voluntaria». Esta «verdad» se encubre en la moral dominante que es la de los de abajo, y por eso se exhibe que los jueces puedan ser nominados «al margen de los partidos», desde la selección de candidatos, ilusión que termina con la elección de los jueces. Ya en la CSJ se revelará que el servicio al poder tiene que ser legal, moral y lícito, mas aún si el poder es por naturaleza «inocente» y sus enemigos «culpables». Si la conveniencia del más fuerte es la justicia (Platón), entonces la certeza colectiva de que aquella es necesaria ofrece base social, licitud y pertenencia popular a esa justicia ajena.
Esta justicia muestra su degradación. La existencia de la Comisión Calificadora demuestra que el régimen político y el Estado carecen de confianza. La sola presencia de esta proba comisión demuestra lo ímprobo del poder político que la constituye.
El nombramiento de 31 magistrados vitalicios, al margen de un reordenamiento estatal, que debería resolver la Asamblea, solo pone en vitrina hombres justos y no crea relaciones, procedimientos, recursos e ideas correspondientes a la judicatura de la nueva época. No es despreciable el hecho de que puedan nombrarse 31 hombres justos. No, sino los papeles que camuflan la parálisis de la transformación que demanda el Ecuador.
El hombre justo cabe en sitios sagrados y en antros repudiados. No se trata de esos hombres, sino de una función del Estado, de la CSJ, sumergida en el océano de la explotación, degradación, discriminación, pauperización y dobleces morales.
No obstante, las intermediaciones jurídicas, éticas y políticas entre el poder y el despliegue judicial son indispensables para que la inmediatez de la acción del poder observe cauces para su «natural inocencia», no juzgue al adversario con las leyes de la vendetta, ni resuelva los conflictos políticos judicialmente. La interposición del Derecho es conveniente a la colectividad y al poder y, en ese sentido, apoyar la generación de mediaciones resulta positivo.
Esta «despolitización de la justicia» será posible con el desarrollo y politización de la ciudadanía que supone la toma de conciencia de los derechos en una población que vive sin ellos, el aumento de garantías para su desenvolvimiento, renovadas formas de agrupación comunitaria que eleven su participación, lo que a la postre impondrá la desprivatización de la justicia.
La función judicial no se ejerce fuera de la política, se hace dentro de ella. Pero, sirve de arena para probar las razones del poder ante sus reos en el decaimiento de las civilizaciones. La política es la piel de la justicia, es imposible sacársela y mantenerla viva.
En Ecuador el intento de despolitizar la justicia está cargado de buenas intenciones. Bastaría señalar que se pretenden jueces vitalicios en un país al que se aproxima una tormenta histórica en todos los órdenes de la vida social, momento típico de la transitoriedad de quehaceres, visiones, paisajes, concepciones, envejecidas relaciones; señalar, incluso, a la misma estructura del poder. Y de pronto, como un parto de los montes salen jueces vitalicios para «despolitizar la justicia» desde un poder habituado a nombrarlos cada dos años y que hoy, según dice, lo hará por el resto de la vida.
En fin, el desempeño judicial apenas cambia el curso de la historia, pero es síntoma de transformación.
Por eso es importante depurar los sueños. Separar las ilusiones que nunca serán, de las utopías que podrían llegar a ser. La utopía, componente fundamental de la moral, uniforma la política, la filosofía, incluso la ciencia. Ella es fuerza motriz del pensamiento y la práctica. Por eso resulta fecunda la lectura adecuada sobre la despolitización de la justicia.