La práctica humana y su saber están contenidos en una invisible totalidad que, en última instancia, explica lo que de ella se desprende.
De todas las cosas hechas o hacedoras de esa totalidad, hay dos que se fusionan imitándola, el teatro y la política. Esta pareja posee de común géneros, intenciones, funciones, múltiples discursos e infinitos matices ocultos a los espectadores sentados ante la cotidiana apariencia.
La palabra actor les es común. En el teatro, el actor finge ser y dice lo pre-establecido en el libreto, allí donde están voz, decorado, coreografía, coro y destino. En la política, esa palabra se traslada como una gota de agua extraída de un río al mismo río. Los protagonistas, en tal situación, representan personajes, pero esta vez, no por el dramaturgo, sino por la Historia.Para advertir esa identidad basta un factor, que el teatro ahorra, el paso del tiempo, paso que al fin descubre lo inevitable, la civilización de los Bárbaros, caída y recuperación de Roma, muerte de Jesús y de Mahoma, nacimiento de Buda y de Confucio, Fuenteovejuna, el Quijote, Napoleón y Waterloo, antros y conventos, héroes y traidores, revoluciones, victorias e interrupción de los sueños, Lenin y 1989, dependencia, independencia, interdependencia, Bolívar y nosotros, y otra vez la unidad.
El personaje, que el dramaturgo crea, anticipa lo que el actuante representa, de igual manera que la condición histórica y social define la declamación y la mímica de sus protagonistas.
Este maravilloso decurso no solo nos aboca a la interpretación de los personajes, sino que también nos reserva la posibilidad de reinventarlos e incluso de llegar a ser ellos. Ahí radica la fortaleza de la libertad como condición de la imaginación y de la determinación como condición de la Historia.
El ciclo que en el teatro conforma sus grandes géneros, la tragedia, la comedia, la farsa, se recrea en espiral haciendo el drama de la evolución política. Se prestan escenarios para la comunicación o el ocultamiento de matices y de las irremediables ficciones del pensamiento o la premeditación para habitar quimeras del espíritu, para morir anticipadamente o resucitar prematuramente.
Hasta comienzos del siglo XX, el teatro hacía las veces de extraordinarias batallas, los asistentes rompían escenarios, los artistas se evadían para no ser linchados. A ratos, el espíritu colectivo se purificaba en la hoguera de lo no deseado.
La historia humana, hacia atrás, recupera la noción del teatro como política. El avance del siglo XX invirtió la relación, tornó la política teatro, pero no escindió la unidad del actor con el personaje. Esta vez, su escenografía está en todas partes y los ojos de la multitud de la política contemplan de la misma manera que la concurrencia en la sala de antaño, confundiendo al simulador con el personaje.
Las motivaciones que los actores dramáticos o políticos tienen para su conducta son las mismas. No obstante, nada es idéntico, el oro y las pasiones, la técnica y las clasificaciones humanas, cada vez se mezclan y se relacionan de manera distinta para producir obras de arte y otra estética de la política. Se diría que con el siglo concluye la primacía del teatro en la política, y que germina otra en que la ciencia desplaza al dramaturgo.
Pero aún el teatro y la política alimentan el espíritu de los seguidores que viven y se apasionan contemplando títeres y marionetas, amando u odiando a esos actores, como si fueran ellos mismos, como si los montajes existiesen solos, sin la imaginación que los crea y sin figuras que simulen, se nutran y ufanen de la ilusión de ser otros.