Poco antes de la conmemoración se vio en la ciudad a esos seres extraños, pelados o de cabellos largos e hirsutos. De ojos desorbitados, unos y los de los otros, simplemente apagados. La mayoría miraba sin ver. El tiempo asemejaba a cada individuo a la ceniza. No había rostros que no fuesen ventanas de hondo interior, impenetrables, repletos de lejanías ante lo inmediato. Poseídos por la materialidad de la amnesia profunda del universo eran y son la concreción de algo total, la suprema violencia, la locura.
Sonámbulos y fantasmales habían abierto la puerta y salieron del asilo, sin identificación. Ejercían la impensada libertad, otorgada por el portero -recluido desde hacía mucho en el establecimiento-, quien esta vez al constatar las urgencias de los internos se planteó la solución: dejar abrir las puertas.
Y las puertas se abrieron para escapar de la miseria o de tantas cosas, para que pudiesen pedir y encontrar. Adentro ya no era posible. Cuando tras los muros el agua se regaba, había una batalla por absorberla agachados, prosternados sobre el suelo. El portero que los había visto imaginó que afuera encontrarían mas: la puerta quedó abierta…
Los vestidos habían adquirido el color que los uniformaba, equivalente al de sus rostros: repletos de polvo, mezclas de humedad, sudor y tiempo. Los pies duros, encallecidos, dispuestos a caminar sin detenerse, sin quejarse se posaban sobre las piedras y el cemento en cualquier superficie sin sentirla.
La ciudad los recibió indolente igual que a inmigrantes -así lo sintetizó algún transeúnte-, sin tomarles cuentas, sin castigarlos, sin pedirles nada. De uno en uno y separándose, ambulando, habían aprendido a descubrir paredes, avenidas, parques y rincones. Así se movían y se detenían tal como si estuviesen en el albergue.
Llevaban un mundo interior que exploraba, dialogaba y resolvía lo de siempre. Pocos podían verlos y ellos, a nadie.
Ellos que no conocían de cronologías escaparon, favorecidos por la apatía citadina y el ensimismado ofrecimiento del festejo. La noche cobijaba las risas y el cosquilleo de sus cuerpos. Vigilias y sueños profundos carentes de culpas o cargados de sobresaltos los transportaban, mas que sus propios pies. Su sola presencia reclamaba un templo menor para sí.
Las licencias de la fiesta habían liberado el asilo entero. Antaño un dios había sido sorprendido en el alcohol. Entonces, él a sí mismo se consagró como deidad del subconsciente, exponente de un grito inaudible del cerebro humano, poseedor de almas entretenidas.
Termina la madrugada. La calma cubre la aparente inmovilidad espiritual de quienes yacen, vagan o giran. La batalla del regocijo va consumiéndose hasta que la derrota gesta la ausencia.
Los combates internos de los errantes y los de la alegría concluyen, dejan el campo que les sirvió de escenario. Los ruidos se ocultan en las imágenes que se van. Descansan abrazados a la tierra, encogidos, agazapados, sentados, mirando el sol o las sombras, sin esperar más. Lo tienen todo sin saberlo, de su piel hacia adentro. Queda este silencio, su dócil e infinita resistencia.
El silencio tiene dimensiones no humanas. El que anticipa la vida es distinto al que la consume y crea el miedo, lo heroico, la tierra y la noche, esta inmediatez que los junta a todos aloja el principio y el fin de lo necesario.
Mas tarde un carro-jaula recogerá a los enajenados que no saben qué han festejado. Volverán a un tiempo sin cumpleaños, parecido a la eternidad.
Es el fin de la fiesta.