El Ministro Andrés Barreiro merece la censura. Expresa una política envejecida que no corresponde a los intereses nacionales. Lo demostraron hasta la saciedad los diputados interpelantes, cuyas razones no necesitan mayoría parlamentaria para incorporarse a la conciencia social. La administración de ajustes desde el atractivo especulativo merece la condena.
La interrogante absolución o censura oculta, cualquiera sea el caso, la caducidad de la fiscalización desde el anciano Congreso, cuya consecuencia es siempre la continuidad de los intereses que se impugnan en el ministro absuelto o censurado.
La política, de manera general y hoy más que nunca, no se solventa aisladamente en las relaciones internas de la sociedad o de los grupos económicos, sino fundamentalmente desde las presiones de la economía internacional. Por lo tanto, esta política no se resuelve hoy en relación con el viejo derecho, sino en sus enlaces con la economía mundial que ha elevado su capacidad de influencia inmediata y su poder determinante respecto de las economías nacionales. Este orden condensa sus exigencias en organismos internacionales normativos o de comunicación, como la ONU, o evaluativos y definitorios de políticas económicas, como el FMI y otros que deciden la asignación de recursos en el planeta. Internamente, se añaden a estos órdenes diversos, ancestrales límites y el equipo político, que representa la supremacía financiera legitimada en elecciones o en golpes de Estado (esto se somete a la sazón de los tiempos). De ahí la inutilidad de un alarde sobre el “espíritu de las leyes” reducido a invocar un montón de leyes sin espíritu. Las nuevas formas de articulación en la economía mundial no encuentran todavía un cauce jurídico nacional que defina esas relaciones.
Una tarea esencial del Congreso radica en cambiar la naturaleza de la función fiscalizadora y el desenlace de las interpelaciones por condiciones que supongan, en el caso de la censura, la modificación de la política y la sujeción gubernamental a estrictas normas que representen esa transformación. Baste señalar que si el subdesarrollo equivale a una capitulación económica incondicional y al Estado no le queda otra opción que acatar las decisiones del orden financiero internacional, el Congreso, cuando menos, debería establecer mecanismos para que los recursos que se obtengan del ajuste tengan un destino productivo. Más aún, si el Congreso condena la trabazón del Estado con EMELEC, debe resolver sobre esa red que denigra a los vínculos ecuatoriano-norteamericanos y al gobierno ecuatoriano por un manejo erigido sobre el latrocinio de una cláusula que garantiza a EMELEC rentabilidad, productividad irresponsable, ganancia basada en desperdicios, fuente de corrupción que ningún gobierno del mundo aceptaría. ¿Cómo no establecer, al menos, normas por las cuales ningún gerente de empresa extranjera sea nombrado gerente de una estatal con la que mantenga un litigio de orden económico? Con tales nombramientos no solo se infiere una lesión ética a la confianza ciudadana sino que se comete una torpeza política por ilimitada codicia. Por lo tanto, el problema radica en la permanencia o modificación de una política. Si estos fueran los términos de la interpelación, entonces no habría inocentes ni culpables, pero sí habría política nueva.
Censurado o absuelto un ministro, el resultado ha sido el de las apuestas al lanzar una moneda al aire: “con sello gano yo, con cruz pierdes tú”. Hay un diálogo infernal entre el Estado y el pueblo: el Estado lanza la moneda, la recoge de sello o cruz y la guarda. Y el pueblo, sujeto al truquito, queda con su mala suerte.